Regalo de cumpleaños
Dice Alberto Salcedo Ramos que regalar un libro es dar dos regalos: el libro y el halago de considerar al otro lector. Me ha pasado mucho que mis amigos o familiares quieren darme un libro, pero no se atreven a hacerlo porque no saben bien qué me gusta leer o le temen a que me parezca un libro tonto. Ningún libro me parece tonto, pero ese es otro tema.
Sin embargo, desde hace 11 años tengo una amiga que me regala libros cada vez que cumplo años. Una amiga que me manda fotos cuando está en una librería tomándose un café y leyendo algo que le gusta, o eligiendo una nueva lectura. Una amiga a la que nunca le ha dado miedo regalarme libros ni recomendarme autores, porque mi amiga sabe, como Salcedo Ramos, que el verdadero regalo es que me considere lectora. El primer libro que me dio tiene ese título: La lectora. También me ha compartido lecturas, artículos y textos suyos para que les haga correcciones. A mí me sorprende cada vez que me lo pide, pues ella tiene más experiencia que yo. Ha trabajado en unas compañías grandes, importantes, donde tienen procesos que transforman vidas y que construyen país. Ha participado en proyectos que han impactado a miles de personas, donde ha compartido con expertos en diferentes temas. Su hoja de vida es más robusta que la mía, pero ella siempre quiere saber mi opinión. Otro halago, otro regalo.
Ha tenido hasta tres trabajos al tiempo; ha sido empleada, asesora, emprendedora. Y aún así, cada semana me busca para que le diga qué pienso sobre algo que escribió o sobre alguna idea que tiene para seguir creando. Porque eso es Natalia, una mujer que desde muy niña aprendió que la vida tenía que seguir su rumbo aun cuando el destino le arrebató lo que más quería. Ella lleva un arco iris adentro. Ella es colores, sabores, texturas, carcajadas, gritos, palabras, es furia y es ternura. En el 2011, cuando se fue a vivir a Australia, mi mayor miedo era que nunca volviera; ahora que vive en Italia mi mayor miedo es que le dé Covid19.
Porque crecer juntas me permitió entender que los amigos no son esos con los que uno habla todos los días o sale a tomarse un trago cada fin de semana; los amigos son las personas con los que de verdad construimos; esos que, al recordar una época de la vida, aparecen de primeros como los avisos de los aeropuertos al bajarnos de un avión. Son esos en los que pensamos cuando algo malo ocurre o cuando tenemos una alegría para compartir. Son los que nos vieron cambiar de pareja, firmar el contrato del primer trabajo, también renunciar a ese trabajo y empezar en otro, asumir retos, dejar cosas empezadas. Son los que saben perfectamente cuándo nos contradecimos y aún así no dejan de creer en nosotros. Saben que mudamos y que con nosotros también mudan ellos. Estamos vivos, cambiamos.
Los amigos son la conexión –una de las palabras preferidas de Natalia- con lo que somos; porque nos recuerdan siempre eso que nos apasiona, eso que nos hace felices, eso que nos atormenta.
Con los amigos uno aprende a conocerse; en cada conversación, en cada brindis, en cada llamada, en cada cumpleaños, en cada regalo.
A mí me gusta ver los objetos de una manera no tan materialista. A cada objeto, sin ser absurdamente aferrada a él, le doy un valor metafísico. En esos libros que reposan en mi biblioteca están las manos de la amiga que fue a comprarlo, las de Natalia. Me gusta imaginarme qué pensó al elegirlo: ¿por qué quería que lo leyera? ¿habrá tenido otras opciones? ¿qué piensa de mí cuando entra en una librería dispuesta a gastarse su dinero en un regalo para mí? Tantas cosas que superan lo físico y lo que vemos. Como ahora, que Natalia y yo estamos lejos. A muchos kilómetros de distancia. Sin saber cuándo podremos volver a abrazarnos y a compartir juntas un café o un vino. O un helado. O simplemente habitar el mismo espacio, caminar juntas observando el mismo cielo, como cuando estábamos en la universidad y en medio de silencios, de estudio, de exámenes, incluso a horas de clase diferentes y con otras personas, siempre éramos compañía. Pero están nuestros recuerdos. Los detalles convertidos en adornos de algún lugar de la casa. Y también lo vivido, que suena tan gastado, pero es tan simple que es necesario siempre repetirlo: lo vivido nos queda para siempre.
En el prólogo de Doce cuentos peregrinos, Gabriel García Márquez escribió: “Solo entonces comprendí que morir es no estar nunca más con los amigos.” La muerte como el fin absoluto e irremediable de todo no contempla una última victoria de los vivos: los recuerdos que tenemos de otros y cómo los contamos no permiten que nunca nadie muera del todo. Y así pasa también cuando estamos lejos y una pandemia nos impide hacer planes. Las amistades se vuelven estrechas y la tecnología nos acorta esa distancia que parece imposible de franquear. Por ejemplo, hoy estoy aquí sentada en mi escritorio, desde Medellín, escribiendo este texto que le enviaré a Natalia por correo para que ella publique en su sitio web, que podrá leerse desde cualquier lugar del mundo.
También, hace unos días, leí una carta que publicó The New York Times de Rodrigo García, hijo de Gabo, donde le dice “No paso un solo día sin cruzarme con una referencia a tu novela El amor en los tiempos del cólera. Es imposible no pensar en qué te habría parecido todo esto”. A Natalia y a mí, también nos gusta hacernos esas preguntas y releer a los que admiramos. Gabriel García Márquez, por ejemplo, y Shakira, son dos amores compartidos. Dos artistas colombianos que, con sus letras, han llenado esos espacios vacíos, han dicho por nosotras lo que queremos decir, pero no sabemos cómo. En ellos, nos hemos encontrado. A su hogar de Modena, justo hoy, el día de su cumpleaños, llegó un ejemplar de Cien años de soledad en italiano, y en Medellín, en mi casa, mientras escribo, tengo una edición a mi lado de Todos los cuentos de Gabo, para citarlo dos párrafos más adelante. Se puede llegar a compartir pensamientos con los amigos, sin saberlo.
Así que los objetos, los libros y los regalos, las fotos y los recuerdos y también los gustos compartidos, son una extensión de esas personas con las nos hemos encontrado en el camino y que han permanecido aunque cada uno ande por su propio terreno. Aunque cada uno pare cada ciertos kilómetros a tomar un descanso o a admirar el paisaje, o se tropiece con una piedra, o se suba a un árbol, o entre a escampar a una cueva, o se quede…Son esos, a los que llamamos amigos, como yo llamo a Natalia, los que se atreven a regalarnos libros como si de ramas para aferrarnos a ellas se tratara. En realidad, a lo que nos aferramos es a ellos. Como hoy, en el cumpleaños de Naty Lú, como suelo decirle con cariño, que al abrir los ojos recordé que no podía ir a su casa a darle un abrazo ni llevarle un regalo, ni almorzar con ella, pero podía honrarla y celebrarla de la misma forma como lo hemos hecho tantas otras veces: regalándonos palabras, ajenas o propias. Pero al fin y al cabo palabras, que siempre nos emocionan y erizan, las precisas, las que durante 11 años siempre nos convocan. A Natalia la conocí en un salón de clases, que hace mucho tiempo no pisamos ninguna de las dos, no obstante, el aprendizaje juntas superó hace rato todas las aulas.
Feliz cumpleaños, Naty Lú.
Amalia Uribe, mayo 19 de 2020.
¡Chapeau! Me quito el sombrero
Qué texto
Demasiado lindo el texto, una amistad con mucha conexión, de eso se trata la vida de encontrar esas personas que nos inspiren, nos admiren y hagan una version bien bonita de nosotros
Que palabras tan naturales, hermoso regalo.