Toque de queda para las caricias / Andrà tutto bene.

La primera medida que tomó el gobierno italiano fue la prohibición de besos, abrazos y saludos estrechos. 200 euros de multa y la posibilidad de arrivar a una estación de Policía si se violaba la norma.

Estábamos en un parqueadero esperando a unos amigos de Robert, mi novio, para salir a hacer un paseo corto por la Toscana y comer una deliciosa carne a la fiorentina, la de un famoso macellaio. Mientras llegaban sus amigos, en compañía de sus novias, se saludaban, en su italiano cómplice y veloz, y  se “reían” con preocupación de la medida de “evitar los acostumbrados dobles besos de los Italianos”.

Sin embargo…

La medida más dura llegaría ese día seis horas después, cuando Conte, el sábado 7 de marzo, comunicó que Italia cerraba sus fronteras. Los viajes internos dentro del país quedaban vetados y, por supuesto, la llegada de quienes planeaban visitar la bellísima botica, quedaba aplazada hasta nuevo aviso.

Roberto me explica la medida, mientras mis manos toman un control remoto y buscan una buena serie en Netflix. Quizá la mejor forma que encuentro para pensar en otra cosa. 

Llegó el estado de shock, pero con una sensación de esperanza, pensando que esta medida sería la mejor solución para tan inverosímil pandemia. 

Dos horas después de nuestra llegada de la Toscana a la casa, se empezaba a cerrar el Bel Paese.

Martes 10 de marzo 

Ese día llegué 20 minutos antes de que empezara la clase. La directora estaba sentada en la recepción, me saludó y me dijo “Naty aspetta in aula, forse oggi non facciamo lezione”. (Quizá hoy no tenemos clase, me repetí sus palabras en español) la miré, le sonreí y esperé en el aula, mientras el resto de compañeros llegaban. Tere, una compañera de México llegó y nos contó que su hija que venía desde su país de origen a pasar unas vacaciones con su esposo al lado de ella, no sabía todavía que con esta medida, no podrían verse. 

Me conmoví al imaginarme en esa situación: que mi mamá tomara un avión para venir a verme y que una vez aterrizara se enteraría de que por una pandemia ¡por una alerta!, no podríamos vernos. Me rompió el corazón. 

Eso es empatía, creo. En un momento de tanta fragilidad te das cuenta que estás en la historia de quienes tienes cerca, que no son situaciones aisladas, que ponerse en los zapatos del otro, en este momento, sucede por naturaleza. 

Clase sí recibimos, pero las pausas y los silencios llegaban para quedarse en el aula. 

Después de recibir cuatro horas de italiano, Elisabetta, la directora, nos reunió  y nos contó la medida, la necesidad de estar todos en casa, de cuidarnos, de empezar clases virtuales, y con la voz exaltada cerró su mensaje diciendo: “De fondo escuchamos a Pavarotti. Como él lo dice en esta canción: Vinceró, en Italia ganaremos. Fuerza Italia”. Me quiero sentar a llorar, pensé. Algo que no me había sucedido en todos estos días donde la calma y la paz habían sido las invitadas en mi propia casa. 

-Arrivederci – con los ojos húmedos, detrás de mis gafas azules, disimulando lo que  la mirada ya auguraba, –Arrivederci, Elisabetta.

Dos, tres, cinco escalones, terminaba de bajar las escaleras de la escuela con una velocidad que me permitiera salir y llorar.  Saqué mi celular del bolsillo de la chaqueta, encontré tantas notificaciones como el día de mi cumpleaños. Facebook, Instagram, Whatsapp. No eran mensajes de felicitación, en cambio eran mensajes de: “cuídate”, “Naty, ¿es verdad qué en Italia?”, “¿En qué parte de Italia estás?…”

Palabras que carecían de tacto, mensajes cargados de miedo, audios con voces que dejaban al descubierto angustia, sentimientos que en ese momento le sumaban a mi estado emocional, zozobra y fragilidad.

Llamada de Luzma

Precisa, como siempre son las mamás, a la mía le tocó escucharme ahogada, sin palabras, con la respiración agitada y como si supiera qué tenía me dijo, “Espere mi amor, tranquila”. Mientras caminaba las calles vacías de Módena, cuando el frío no entró para colarse por el cuello, sino en el corazón, cuando deseé un abrazo de la mamá, justo en ese momento, ella estaba a una llamada de distancia. Sus palabras fueron mi bálsamo, su presencia, sí, su presencia a 9 mil kilómetros, me recordó que estábamos juntas y que esto también pasaría. Como en otros momentos, en los que el amor nos fortaleció en momentos de desesperanza.  

12 días donde cada día se siente distinto.

12 días en casa, con un mundo virtual al alcance que me permite trabajar, estudiar, escribir, escuchar música, ver películas, comunicarme con las personas que quiero. 

12 días donde cada día se siente distinto.

12 días donde llegan preguntas fundamentales de la existencia. 

12 días sin besos, abrazos, gestos físicos de amor con otros.

¿12 de cuántos? no lo sabemos.

12 días donde Robert es el cómplice, el amigo, el compañero, el que Dios puso en este fragmento de mi vida. 

12 días donde no puedo negar que he sentido temor, donde he sentido ganas de abrir los ojos y saber que la pandemia pasó; momentos en los que deseo que esto sea un recuerdo y no el presente. Pero aún con los días que se han visto con poca luz. yo puedo asegurar que me he escuchado, me he hecho las preguntas que no me había hecho jamás, me miro distinto, miro la realidad con otra perspectiva y puedo ver cómo pasa el tiempo y por dentro empiezan a pasar cosas distintas. Parece que este virus vino a pedirnos cuentas propias a cada uno, porque una cosa sí les garantizo, la conciencia llegó a conversarnos.

12 días y estoy muy bien. Me encuentro en planes semanales, en ejercicios en casa, en lecturas pausadas, en duchas calientes con música de fondo, en cafés calientes y conversaciones largas, en risas, en simplicidad, en la gratitud cuando entra un rayo de luz por la ventana, en la diversión de poner una mesa linda y una comida que decido llamar banquete.

Yo creo en mis vecinos, más aún si el arcoíris es el portador del mensaje. Sí, yo les creo:

¡¡Andra’ tutto bene!!

(imágenes de los balcones de las personas que viven en el pueblito donde estoy) 

 

Natalia Correa © todos los derechos reservados 2020. Sitio web por Simaduse